Una autobiografía de sus andanzas y vivencias «Antología de un hombre que perdió su futuro» fue publicada por Edición do Castro en 1986.
El libro, tras narrar su época de guerra, describe especialmente el drama de la derrota. Una derrota en la que Saavedra tenía que presentarse dos veces al día (excepto festivos) en la comisaría de Policía. Luego cada semana y finalmente cada quince días. Cuando llegaban los veranos, por aquello del pazo de Meirás, Saavedra y otros «sospechosos» visitaban los sótanos de la Terraza, otros iban a la cárcel y a algunos los extrañaban a 300 kilómetros.
Cuando intentó embarcar en los años 50 de practicante en la Trasatlántica, necesitaba un «certificado de adhesión al Movimiento». Y un gobernador civil, de gesto altivo y mirada torva, le dijo: «No se le puede dar tal certificado porque usted es un rojo». Y Saavedra tuvo que poner una ferretería, en la que también recibía las fatídicas visitas de «la Social».
Interrogatorios para atemorizar a las personas vigiladas
Antonio Fernández, estando en libertad vigilada tenía que presentarse cada quince días en la comisaría de Policía. Un día le llamaron a la comisaría de la plaza de Vigo, preguntándole qué había hecho el día anterior. Tras dar cuenta de todos sus movimientos, el policía le gritó: «¡No has dicho que fuiste al 102 de la calle San Andrés!». Se le había olvidado. «Ellos -recordaría Saavedra en un testimonio publicado en La Voz- lo hacían para aterrorizarme, para que viese que me tenían controlado totalmente».
De entre muchos ejemplos, podemos reproducir aquí cómo recordaba el ex-emigrante Antonio Fernández Saavedra en sus memorias la repercusión de la llegada triunfal de dos "americanos" a Sillobre (Fene) en 1923:
A Sillobre habían llegado, procedentes de Cuba, Manuel de Casal y Pancho, el de Delfina. Hacía veinte años que se habían ausentado para Cuba y ahora regresaban convertidos en unos hombres muy ricos. Eran la admiración de toda la chiquillería y la envidia de muchos vecinos. Los elegantes trajes de los recién llegados, sus sombreros de pajilla, sus chalecos impolutamente blancos, sus lustrosos zapatos, sus relojes de oro macizo con aquellas leontinas que cruzaban sus abdómenes de lado a lado, sus monederos de plata repletos de monedas del mismo metal y sus ensortijados dedos, deslumbraban a los sencillos vecinos del pueblo, pero muy especialmente a los niños y mocitos, que los contemplábamos extasiados. [...]
En la taberna de Paco "O Pendón", invitaban a todos los amigos y vecinos de Sillobre que se acercaban hasta allí, para verlos y saludarlos, convirtiéndose en la máxima atracción de la aldea. Allí, rodeados de niños y de adultos que les formaban corro, relataban, entre vaso y vaso de vino, sus andanzas y sus aventuras por tierras cubanas hasta lograr la inmensa fortuna que ahora poseían.
Yo, de cativo, era muy impresionable [...] y esta vez se me había metido entre ceja y ceja, marcharme como emigrante a Cuba, probablemente influenciado por las cosas que de aquel país contaban los "Cubanos" que a Sillobre llegaban.